(En memoria de mi padre, Tullo Guiglia)
A menudo me sucede de volver a América Latina por trabajo: Uruguay, Argentina, Chile, Brasil… Pero esta vez siento que es una circunstancia muy especial. Primero porque fui invitado por la Embajada de Italia y por el Instituto Italiano de Cultura de Montevideo, a quienes naturalmente agradezco. Además porque del tema que trataré de profundizar, ya me ocupé varias veces en mi actividad de periodista y en algunos libros que he publicado. Pero sobre todo porque pasaron exactamente treinta años desde cuando dejé el Uruguay para vivir, definitivamente, en Italia. Y hoy siento que estas dos patrias se reencuentran aquí, con ustedes y frente a ustedes.
Pablo Neruda decía que las memorias del memorialista son distintas a las memorias del poeta. El primero es casi un fotógrafo, que aunque si ha vivido menos, ha fotografiado mucho más y nos hace revivir las cosas con la belleza de los detalles. En cambio el poeta nos entrega una galería de fantasmas sacudidos por el fuego y por la sombra, desde la oscuridad de su época, “sacudidos por el fuego y la sombra de su época”.
También otro gran poeta, Ezra Pound, “tocaba” un futuro casi musical a la memoria, recuerdan que las palabras son hojas “viejas hojas amarillas aún en primavera, llevadas aquí y allá por el viento buscando un canto…”
En cierto sentido Wolfgang Goethe convierte en inmortal a Sicilia con una poesía: “Conoce la tierra de los limones en flor, donde las naranjas de oro brillan entre las hojas oscuras, desde el cielo azul suspira un suave viento, quieto está el mirto y el laurel es excelso, la conoces tal vez?” “Kennst du das Land? Wo di Zitronen blühn…” la tierra donde florecen los limones: pocas palabras y la imagen queda para siempre.
Otro grande, finalmente, Jorge Luis Borges, mirando el tiempo que se va, prefiere evocar el agua: “¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue, dónde el ancla y el mar, dónde el olvido?”.
No es casualidad que toque a la poesía, sobre todo, dar un futuro a la memoria. Porqué la memoria, contrariamente a lo que se piensa, no es el recuerdo depurado por la emoción. La memoria no es un monumento. Existe por ejemplo un monumento dedicado a Garibaldi, frente al puerto de Montevideo. Quien pasa por allí y sabe de qué estamos hablando, lo reconoce, sabe quien es aquel hombre grandote sobre el pedestal con la mano izquierda sobre la espada y la mirada segura hacia el horizonte, casi a la búsqueda de una nueva causa para defender o tal vez simplemente de su Anita. Pero si todavía lo reconocemos, si todavía asociamos a la palabra Garibaldi la palabra “libertador”, quiere decir que aquel romántico revolucionario, aquel primer italiano moderno, porque era hijo de dos patrias, la italiana por nacimiento y la uruguaya por adopción, está todavía entre nosotros.
De esto tuve la confirmación hace algunos días, cuando en Roma entrevisté en televisión al presidente de la República uruguaya, Jorge Batlle, para la Rai Internacional. En cierto momento Batlle me dijo: “Garibaldi es uno de nuestros héroes nacionales”. La frase es simple, elemental, pero, pensándolo bien, es también ejemplar por lo que necesito explicar. El presidente uruguayo Batlle está diciendo, y además lo está diciendo en un buen italiano, que el italiano Garibaldi es un héroe del Uruguay. Tal vez exista una manera mejor para poder entender que cien años después, ciento veintiuno para ser más exacto, ¿Garibaldi bajó de aquel monumento y sigue navegando y luchando entre el Atlántico y el Mediterráneo, como un auténtico y compartido hombre “de dos mundos”?
La memoria, por lo tanto, es lo contrario del pasado: cuenta el futuro.
Podría citar al uruguayo Eduardo Galeano a propósito de la historia: “La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás. Por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será”. Bien: la memoria es el resultado de aquel anuncio.
Pero la memoria está profundamente ligada también a la lengua, en cierto sentido se transmite en buena parte con la lengua, como de padre a hijo. Y la lengua italiana tiene una característica muy especial: es la más antigua lengua de Europa. Es la memoria de las memorias. El italiano es la única lengua que tiene mil años de futuro. Moderna y antigua en este sentido: “Es la lengua de más larga duración, en el sentido de que posee la más amplia documentación de todas las lenguas de Europa en el curso de los siglos. Un inglés o un español no entenderían nada, hoy, si leyeran el idioma que sus antepasados hablaban alrededor del año Mil. Nosotros italianos entenderíamos todo o casi todo”. Así el profesor Carlo Alberto Mastrelli, lingüista y académico de la Crusca. Piensen, el primer documento escrito en lengua italiana es del 960 y decía (con palabras de hoy): “Sé que aquellas tierras han sido poseídas durante treinta años por los benedictinos” Escuchen ahora las palabras textuales de entonces, atribuidas a un anónimo originario del Centro-Italia: “Sao, ko kelle terre, per kelle fini que ki contene, trenta anni le possette parte Sancti Benedicti”.
Por otra parte, para dar la idea de la lengua se decía que los soberanos, Carlos V en especial, hablaban el inglés con los pájaros, el alemán con los caballos, el francés con los hombres, el español con Dios y el italiano – adivinen con quién? – con las mujeres. La memoria es fascinación, más que futuro.
Hoy en el mundo existe un nuevo conocimiento sobre la lengua italiana, que para muchas instituciones no es más que considerada como una lengua extranjera para estudiar obligatoriamente, sino como una verdadera y propia segunda lengua para elegir libremente. Recientemente ha sido revelado (“Corriere della Sera”) que en los sitios web de Internet, el medio más “libre” por definición, el 3,6 por ciento de las así llamadas páginas está escrito en italiano. Nuestra lengua supera así el francés (3,3 por ciento) y el portugués (2,8). Dato muy significativo, porque la competencia no es con armas iguales, en el sentido que en Italia la red de Internet no es difundida como en Francia. Lo que nos lleva a deducir que el exceso lingüístico se deba a un “mundo en italiano”, o sea a las comunidades de italianos y de italianistas esparcidos en el planeta y usuarios de aquel moderno medio de comunicación.
Desde el año pasado la lengua italiana figura como una de las cinco lenguas extranjeras más solicitadas por los estudiantes del mundo, a veces superando al español, que tiene también un terreno continental en América Latina, y a menudo superando al alemán en Europa, donde también la lengua de Goethe tiene un terreno económico de expansión en los países del Este. Y, además, esta última, parte de unos ochenta millones de hablantes en patria respecto a los sesenta millones de italianos.
Yo soy de la idea de que los tiempos sean maduros, para que la lengua italiana se convierta en lengua oficial de “uso” en la Unión Europea junto al inglés y al francés. No solamente. La Europa de los ahora veinticinco Estados debería regirse por la “cinquina lingüística”, es decir, inglés, francés, italiano, español y alemán. Para nosotros, que en este momento tenemos sea la presidencia del Consejo europeo, sea la presidencia de la Comisión europea, la ocasión es irrepetible: es necesario situar la cuestión políticamente. Sobre todo porque este nuevo y moderno conocimiento del italiano como lengua internacional llega después de que por decenios nuestro País ha desvalorizado la importancia de difundir y de defender la lengua nacional más allá de las fronteras de la República.
Pero agrego que la italianidad no es un aspecto ligado exclusivamente a la lengua. En los Estados Unidos – último censo- quince millones de ciudadanos han declarado que se consideran americanos italianos. El número crecería, sin más, a veinticinco millones si se incluyeran, a mi criterio, también a los que hablan una mezcla lingüística. Pero de esta cifra, que corresponde a ocho veces la población de todo el Uruguay, solamente un millón de americanos habla corrientemente el italiano en familia. Significa que ¿veinticuatro millones de americanos italianos lamentablemente no hablan italiano? No, exactamente al contrario: significa que veinticuatro millones de americanos italianos podrían hablar italiano. Significa que la memoria es futuro, porque hay una potencialidad que no se expresa, pero que está fuertemente motivada, receptiva, “prejuzgadamente” favorable, si se me permite la paradoja, al antiguo y moderno llamado de Italia. “I am proud I am very proud to be italian”, estoy orgulloso, muy orgulloso de ser italiano, dice en inglés el ex gobernador de Nueva Cork, Rudolph Giuliani, mientras recibía y se conmovía por la máxima condecoración que le otorgara la República Italiana (Caballero de la Gran Cruz) el día siguiente al trágico 11 de setiembre.
Para “sentirse” alemanes, franceses, ingleses, hasta españoles, el conocimiento de las respectivas lenguas madres, y por otra parte todas hermosísimas, es un dato casi decisivo. En vez para sentirse italianos no, no es, a mi entender, determinante. Y esto representa un extraordinario y posterior recurso, porque quiere decir que la lengua italiana no excluye ni impide compartir al “mundo en italiano”. Un mundo que se identifica, ante todo, con un estilo de vida, con un cierto amor por lo bello y por lo bueno, con aquella apertura mental y sentimental que no por casualidad ha permitido a los italianos, durante decenios, insertarse bien, enseguida y plenamente en cualquier otra sociedad distinta da la propia, una vez que ellos dejaban Italia.
Escuchen qué poema de italianidad ha escrito, en español, Jorge Luis Borges, escritor que también se divertía diciendo que no se sentía plenamente argentino, “porque no corre sangre italiana en mis venas…” “Carlyle quería reducir la intrincada historia del mundo a las biografías de los héroes”, cuenta Borges. “De hecho, cada nación o cada una de las altas aventuras de nuestra especie acaba por cifrarse en un hombre; en el caso de Italia no cabe duda sobre la figura simbólica. Pensar en Italia es pensar en Dante. En esta equivalencia creo advertir una singular felicidad, que trasciende el hecho de que Dante sea el primer poeta de Italia y tal vez el primer poeta del mundo. ¿Qué elementos integran los que hemos convenido en llamar la cultura del Occidente? Dos muy diversos: el pensamiento griego y la fe cristiana o, si se prefiere, Israel y Atenas. En cada uno de nosotros confluyen, de un modo indescifrable y fatal esos antiguos ríos. Nadie ignora que esa confluencia, que es el acontecimiento central de la historia humana, es obra de Roma. En Roma se reconcilian y se conjugan la pasión dialéctica del griego y la pasión moral del hebreo; el monumento estético de esa unión de las dos direcciones del espíritu se llama “Divina Comedia”. Dios y Virgilio, la triple y una divinidad de los escolásticos y el máximo poeta latino, traspasan de luz el poema. Esta armonía de la antigua hermosura y de la nueva fe es una de las múltiples razones que hacen de Dante el poeta arquetípico de Italia y, por ende, de todo Occidente. La circunstancia lateral de que las palabras de este homenaje, escritas en un continente lejano, pertenezcan a un tardío dialecto de la lengua de César y Virgilio es una prueba más de esa omnipresencia de Roma. Se repite que todos los caminos llevan a ella; mejor sería decir que no tiene término y que, bajo cualquier latitud, estamos en Roma”.
Hay otra y significativa confirmación de cuánto la italianidad esté ligada a la universalidad, de cuánto la cultura italiana sea capaz de acoger las identidades de otros, de enriquecerse con ellas y de enriquecerlas. Hablaría de la “fuerza tranquila” de la italianidad, citando el testimonio del Papa polaco. Estas son las palabras que Juan Pablo II expresó en una circunstancia verdaderamente histórica, entrando en la Cámara de diputados: era la primera vez que un pontífice atravesaba el portón de Montecitorio. Yo estaba en la tribuna reservada a los periodistas y recuerdo aquella entrada lenta y dulce en el aula. Él era la única persona vestida de blanco en todo el colmado hemiciclo multicolor. Pero aquel blanco era más fuerte que cualquier color o tonalidad. “Ya en los años de estudio en Roma y luego en las periódicas visitas que hacía a Italia como Obispo, especialmente durante el Concilio Ecuménico Vaticano II – recordaba el Papa – fue creciendo en mi ánimo la admiración por un País en donde el anuncio evangélico, llegado aquí desde los tiempos apostólicos, ha despertado una civilización rica en valores universales y un florecer de admirables obras de arte, en las cuales los misterios de la fe han encontrado expresión en imágenes de belleza incomparable. Cuántas veces he tocado, por así decir, con la mano, las huellas gloriosas que la religión cristiana ha impreso en los hábitos y en la cultura del pueblo italiano, concretándose también en tantas figuras de Santos y de Santas cuyo carisma ha despertado una influencia extraordinaria en las poblaciones de Europa y del mundo. Baste pensar en San Francisco de Asís y en Sta. Clara de Siena, Patronos de Italia”.
La memoria de Roma cuenta el futuro de Italia. Y así finalizaba el Papa, justo hace un año, su discurso en el Parlamento: “Desde esta antiquísima y gloriosa Ciudad, desde esta “Roma donde Cristo es Romano”, según la bien conocida definición de Dante, pido al Redentor del hombre que haga posible que la amada Nación italiana pueda seguir, en el presente y en el futuro, viviendo según su luminosa tradición, sabiendo rescatar de ella nuevos y abundantes frutos de civilización, para el progreso mundial y espiritual del mundo entero. ¡Dios bendiga a Italia!”.
Tal vez alguno dirá, y es justo que lo diga, que los extranjeros tienen un mejor juicio de Italia, a veces y muy a menudo, que los propios italianos que viven en Italia. Es como si quien ha tenido la suerte de elegir a Italia, en lugar de encontrársela cosida al cuerpo desde el nacimiento, tuviera una relación menos conflictiva y menos compleja y, con el permiso de ustedes, también menos provincial con la madre patria. No tiene necesidad de hablar mal, porque puede decir libremente que han elegido a la amada nación italiana. Italiano no solamente se nace, sino, por sobre todo se convierte en italiano.
Observen la expresión “hacer una cosa a la italiana” que los italianos de Italia usan a menudo para indicar algo que está mal hecho, defectuoso, por astucia o picardía.
Pero a los ojos de los extranjeros que aman a Italia, o de los italianos nacidos en el exterior, la misma expresión suena de manera contraria” hacer una cosa a la italiana” significa evocar el talento renacimental.
La última prueba de todo lo que afirmo es de extraordinaria actualidad. No mucho después del pasado 11 de julio, luego de haber estallado un caso político entre Italia y Alemania a raíz de una dura polémica entre el Presidente del Consejo, Silvio Berlusconi, y el euro diputado alemán Schulz – seguida por otras fuertes declaraciones del subsecretario Stefano Stefani que luego renunciara – el director del “Frankfurter Allgemeine Zeitung” que es el principal diario de información en Alemania, escribía en una carta abierta publicada por “La Repubblica”: “Es verdad: el mundo los ama” comenzaba Frank Schirrmacher, director de “Faz”. Pero entre todos los pueblos que desde hace siglos los admiran y los adulan nadie los ha amado con el arrebato, la abnegación, la ilimitada adoración de nosotros los alemanes. Nuestros más grandes artistas y poetas vinieron en peregrinación y allí se perdieron para siempre. Luego de haber visto vuestro sol, poquísimos lograron volver felizmente a su vida en el norte. Nuestro amor ha sido desde el principio una rendición sin condiciones. Queríamos ser como ustedes”. Y además “¿tal vez el señor subsecretario conoce nuestras bibliotecas? ¿Habrá sospechado jamás que una buena mitad de nuestro arte y de nuestra literatura ha sido una declaración de amor hacia Italia? ¿Que para nosotros hacer un viaje a Italia quiere decir dejar de ser lo que somos? Quién sabe si conoce las palabras de Rudolf Borchard, el escritor alemán cruelmente asesinado por los nazis en Italia, que escribió: “Esta, en fin es la función histórica de Italia en el mundo: atraer dentro suyo las culturas del planeta entero, y en sí llevarlas a su expresión universal”. Italia es Italia. Desde la época de Dante y de Giotto es Italia misma porque llama al mundo para sí!”.
Hace pocas semanas otro diario parisino “Le Monde” publicó además un suplemento especial para subrayar la adoración de los franceses por Italia. Para esta oportunidad ha sido desempolvado también el célebre juicio de Jean Cocteau: los franceses son italianos tristes”
Así, la memoria hace impacto sobre el presente como además lo demuestra la Fundación Cini de Venecia, que recientemente ha hecho una lista, de las más grandes obras italianas entre 1452 y 1550. Cien años de obras maestras entre arte y literatura. Algunos de ellos: Piero della Francesca pinta en Arezzo el ciclo de la “Leggenda della Croce”. Flavio Biondo publica las “Decadi”, obra histórica sobre el modelo de Livio. Andrea Mantenga pinta la Pala di San Zeno. Donatello esculpe en bronce “Giuditta y Oloferne”. Marsilio Ficino traduce a Platón por encarge de Cosimo de’ Medici. Bessarione dona a Venecia su biblioteca. Angelo Poliziano comienza a componer las “Stanze per la giostra di Giuliano de’ Medici”. Sandro Botticelli pinta “La Primavera”. Boiardo publica los dos primeros libros del “Orlando Innamorato”. Leonardo pinta la “Vergine delle Rocce”. Lorenzo de’ Medici escribe “Il trionfo di Bacco e Arianna”. Leonardo pinta il Cenacolo en el refrectorio de la Iglesia de Santa Maria delle Grazie en Milán. Michelangelo esculpe el David. Leonardo pinta la Gioconda. Giorgione pinta “La Tempesta”. Raffaello pinta el fresco de “La Scuola di Atene” en el Vaticano. Machiavelli escribe Il Principe. Tiziano pinta “L’Amor sacro e l’Amor profano”. Primera edición del “Orlando Furioso” de Ariosto, máximo éxito literario del siglo. Pietro Bembo publica las “Prose della volgar lengua”. Baldassar Castiglione edita “Il cortigiano”. Vasari publica las “Vite dei più eccellenti architetti pittori e scultori italiani…”
No es por casualidad, por otro lado, que justo en aquellos años tan ricos de tanta memoria que se convertirá en futuro, los navegantes italianos bauticen a América: Cristoforo Colombo, Amerigo Vespucci, Caboto padre e hijo (Giovanni e Sebastiano). Todos italianos, pero zarpados de puertos no italianos y muertos en España o en Gran Bretaña. ¿Qué habría sucedido, nos podemos preguntar, si estos gigantes del mar hubieran estado sostenidos por una política italiana, que en esa época naturalmente no existía y no podía existir? Tal vez, ¿“La conquista” habría sido menos cruel? ¿Se habría tenido un acercamientos más humanitario con las civilizaciones de los Incas, de los Maya, de los Aztecas o aquello era la inevitable y cruel cercanía de los tiempos? En fin, ¿qué habría sucedido si hubiéramos tenido antes el Resurgimiento y luego el Renacimiento, es decir lo contrario de todo lo que históricamente sucedió?.
Preguntas sin respuesta, y tal vez sea mejor así. Porque si Italia hubiera conocido primero el Resurgimiento y luego el Renacimiento, Colón habría partido seguramente con carabelas italianas y habría muerto en Italia. Pero no habría descubierto América. Y Garibaldi habría navegado y combatido por mares y montes. Pero no habría sido Garibaldi.
Pero sobre la ola de la conquista, memoria armada y amada en su perfil revolucionario de descubrimiento, se llega a otra peculiaridad de la cultura italiana: la cultura de las Fuerzas Armadas de hoy. Italia está presente con más de doce mil soldados en más de treinta escenarios de conflicto en el mundo. Luego del contingente británico, y naturalmente excluyendo el norteamericano, el contingente italiano es el más numeroso. Se trata de militares que no van a hacer la guerra sino a mantener la paz. Hace diez años, el contingente italiano en Somalia fue atacado por bandas de guerrilleros, como sucedió con todos los otros soldados no somalíes presentes. Yo he entrevistado a Gianfranco Paglia, el oficial de la Folgore que terminó en silla de ruedas, medalla de oro al valor militar, luego de aquella agresión. Él me explicó una diferencia, creo, importante en el modo de actuar, en la “cultura militar” de nuestros militares.
En un cierto momento los soldados italianos fueron apedreados violentamente, en Mogadisco, por mujeres y niños, y detrás de ellos comenzaron a disparar los señores de la guerra. Los militares tenían la profesionalidad y los medios apropiados para reaccionar ante la dramática provocación. Pero no lo hicieron, para evitar el riesgo de matar a las mujeres y a los niños enviados a la primera fila por los clanes. Más que matar a los enemigos, se hicieron matar, porque al final de la emboscada quedaron heridos de muerte, tres soldados, y una veintena de muchachos heridos. “Fue falta de suerte, no de valor”: como en El Alamein. Como en Cefalonia. Como a Cesare Battisti que antes de ser ahorcado por los soldados del Kaiser , en 1916, pronunció pocos palabras: “Viva el Trentino italiano, viva Italia!” Y también aquella epopeya es memoria y es literatura. “Entre las más grandes imágenes de nuestra pasión – escribe Gabriele D’Annunzio – está la de la noble víctima que camina hacia el patíbulo. Todos los italianos la conocen y la veneran. Una gracia inesperada de la suerte quiso que el sublime momento fuera detenido por la eternidad. No hay potencia más noble que aquella de la cabeza levantada sobre el cuello rígido y de aquella mirada, fija en el esplendor del sacrificio, mientras alrededor se empequeñecen los peores aspectos de la abyección humana. Raras veces el alma pudo re esculpir al hombre con tal relieve, en una hora durísima de heroísmo. Se ve como Cesare Battisti, aún antes de morir, llevase en su rostro aquella aparición de belleza moral, que sobre la cara de los mártires no se revela del todo sino después de la muerte”.
Memoria quiere decir también obtener de las tragedias de la guerra una enseñanza de paz y de reconciliación. Hoy hay al menos seis mil voluntarios italianos de paz, laicos y católicos, en las zonas más peligrosas del mundo. Se puede pensar lo que se desee sobre el compromiso político del médico Gino Strada, símbolo de “Emergency”, pero mientras caían las bombas en Afganistán para golpear al régimen talibán luego del ataque terrorista a las “torres Gemelas” de Nueva York, él estaba allí curando a los heridos. Y son numerosísimos, aunque si menos conocidos, los casos de médicos que en verano, en lugar de ir a las Maldivias o a la Seychelles, van un mes a Africa para dar gratuitamente una mano a otros médicos, monjas, enfermeros italianos y del mundo que trabajan allá arriesgando la vida y sin ninguna vanidad. Luchan contra el hambre, contra el odio, contra el Sida, contra la ignorancia, contra el fanatismo religioso, y sus nombres se conocen solamente cuando mueren, a menudo por culpa de los actos de auténtico heroísmo civil de los cuales son silenciosos protagonistas.
Dos italianos sobre tres, revelan las estadísticas, están comprometidos en alguna actividad de voluntariado. En proporción con la población es el porcentaje más alto de Europa. Compromiso humano, social, moral, religioso, mucho menos político para las generaciones de hoy, y tal vez no esté mal para una sociedad que ha sido fuertemente ideológica por muchísimos años, y al menos en parte, todavía lo es.
Pero aquí la memoria también ayuda a contar el presente. ¿No somos tal vez la patria de los güelfos y de los gibelinos, de Coppi y Bartali, de Callas y Tebaldi, de Mazzola y Rivera y por lo tanto de Berlusconi y Prodi?.
Sin embargo, la lenta novedad de los últimos años es que sobre ellos o junto a ellos, junto a la natural y en cierto sentido saludable contraposición que históricamente empuja a los italianos más al “no” que al “si”, más al deseo de protesta que de propuesta, más al placer de la oposición que al aburrimiento de la aceptación, emergen símbolos de participación. Pienso al Presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, que goza de una estima transversal, y que fue elegido en el Parlamento en el primer escrutinio por un entendimiento entre la mayoría, entonces de centro izquierda, y oposición de centro derecha. Pienso al símbolo de la Ferrari, el salto del “made in Italy” en el mundo, y percibido no por el símbolo de Barrichello, el oriundo italiano, que tiene que lustrarle los zapatos al antipático de Schumacher, sino al espíritu de equipo. Gracias a la Ferrari y al indomable “Schumi”, cómo puede cambiar el mundo!. De los legendarios 4 a 3 en Méjico y 3 a 1 en Madrid que la Nacional de fútbol le ha metido a los once de Alemania – es decir de la contrapuesta e inevitable alegría y dolor entre los dos pueblos -, hemos pasado a los festejos conjuntos italo-alemanes por las calles de Maranello y de Stoccarda.
Pero yo creo que si Italia es el quinto País más industrializado del mundo, si es uno de los tres más visitados por los turistas provenientes del exterior – también porque en la Península está custodiado, se sabe, el más vasto patrimonio histórico-artístico de la humanidad -, si Italia, finalmente aparece como una Nación, tendencialmente atractiva y positiva (tenemos que pensar que hasta el setenta por ciento de los chinos, según un reciente sondaje, elige nuestro País como el país “de los sueños”), si todo esto sucede, y sucede, buena parte del mérito es de los compatriotas en el mundo. Los cuales desde Marco Polo en más han hecho conocer el espíritu abierto y acogedor, la cultura del trabajo y de la creatividad, la generosidad, la honestidad, el sentido de la familia y de la amistad que los siglos de historia y de relaciones entre la gente han formado en Italia. Una identidad radicada justo porqué es sin fronteras, italiana y universal, tan bien simbolizada por Garibaldi, que sabía ser bueno con los humildes y feroz con los potentes. Con las ondas de emigración en el último siglo y medio, Italia ha sido plantada un poco por todos lados, e integrándose en las nuevas tierras de cultivo, como una flor arrancada de sus raíces, ahora y siempre perfumada.
La emigración ha sido sufrimiento, enorme sufrimiento. Ha sido a veces – y no es necesario ocultarlo- también difusión, por culpa de pocos pero organizados delincuentes, de estereotipos duros de morir, como aquel que por tanto tiempo ha injustamente identificado a los italianos con “mafia y mandolina” ante los ojos de los prevenidos. El prejuicio en el lugar del juicio, la ilegalidad de los pocos que han ensuciado el civismo de muchos: también esta es la memoria que no se debe archivar, porque enseña que en el exterior, como en Italia, el respeto de la Ley debe ser categórico, riguroso, sin peros, casi un acto constitutivo del ser italiano, ya que une idealmente a Roma antigua, Renacimiento, Resurgimiento y República según una tradición que solamente en la rectitud debe saber caminar. La ética de la italianidad.
Emigración ha significado también pérdida, porque frente a los Rudy Giuliani, los oriundos que lo lograron, centenares de millares de personas partieron sin haber jamás encontrado la América ni del Norte ni del Sur. Por esto, cuidado con divinizar a la emigración, que nace casi siempre de la necesidad y muchas veces de la desesperación, y que sobre todo en el pasado era sinónimo de adiós, no de hasta pronto a la propia patria.
Pero cuidado con no reconocer a estos millones de ciudadanos sin nombre y sin historia, el mérito de haber sembrado aquel “mundo en italiano” que nosotros, hijos y nietos – o ni hijos ni nietos – podemos recoger hoy, para que su memoria se convierta en nuestro futuro y los sueños, como decía Indro Montanelli, no mueran al alba.
Y ahora permítanme leer como primicia un capítulo de mi próximo libro, que contará sobre el Uruguay y la Argentina. Y me sea permitido dedicarlo “A mi tierra uruguaya”. Es un breve retrato de Artigas.
ARTIGAS
Si le hubieran hecho caso, hoy no existirían ni la Argentina ni el Uruguay. José G. Artigas (1764-1850) quería federar a los dos Países hace dos siglos, y tal vez como se llamarían hoy los federados.
Hijo de españoles, luchó para liberarse de los españoles. Y para liberarse de los portugueses, para liberarse de una parte de los argentinos, para liberarse del mundo entero, si hubiera percibido la necesidad de ello.
Por esto es venerado como el padre de la independencia uruguaya.
Llevaba las patillas largas y no tenía la pinta de general, pero tenía el porte del hombre que desde el campo de vacas había pasado al de batalla. Andaba a caballo, sin fijarse jamás hacia donde iba; le bastaba escrutar el pasto para reconocer el lugar donde llegaba. Lo querían los indígenas y los indios, lo que quedaba de los “Charrúas”. Había sido una temible tribu, como los “Guaraníes”, que ya en 1516 habían asesinado a Juan Díaz de Solís, desafortunado conquistador: él desembarcaba y ellos afilaban las flechas. No existía juego posible entre quien defendía su tierra y el primer europeo que intentaba conquistarla.
Artigas debe haber heredado aquel carácter indomable, aunque si no está claro cómo. “Conoce mucho el corazón de los hombres, sobre todo el de nuestros compatriotas – escribía o lo describía Dámaso Antonio Larrañaga en 1815 -, y así ninguno lo iguala en el arte de gobernar. Todos lo rodean y lo siguen con amor” Tenía los rasgos austeros y bien marcados por la nariz, como si jamás hubiera sido joven.
Desde hace más de un siglo en la escuela se aprender sus frases más célebres. Era un general con coraje.: “Con libertad no ofendo ni temo”. Era un general caballero: “Piedad para los vencidos y liberad a los prisioneros”. Era un general democrático: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. Era un general patriota: “En el camino del honor, del cual jamás me he separado, me encontré delante de los derechos sagrados de mi patria, que he defendido y defenderé hasta el último soplo de mi vida”
Cuando comprendió que su visión confederativa encontraba más opositores que gente seguidores, y más de la parte argentina que de la uruguaya, dejó el País, cabalgando más allá de la frontera para entrar en la leyenda.
Transcurrió la última parte de sus días exiliado en Paraguay, y que fin: treinta años de soledad, para una existencia que se apagará casi a los noventa. Allí lo llamaban “el padre de los pobres”, porqué Artigas pasaba su tiempo tratando de ayudar a los desheredados. Era fuerte también internamente. Exilio, por lo tanto, no emigración, porque el uruguayo no se va nunca. Pero cuando lo hace, es para siempre.
A la memoria de Artigas se erige un mausoleo en Montevideo, donde las cenizas de este hombre justo y robusto reposan entre guardias inspirados, mármoles enteros y niños que miran, conscientes de ser hijos de hijos de una pequeña, gran historia: la historia de un vencido que ha vencido.
(Capítulo de mi libro “El puente más largo”, Instituto Italiano de Cultura en Uruguay, Montevideo, 2003)